S. TOMÁS DE AQUINO, SACERDOTE DOMINICO, DOCTOR DE LA IGLESIA, PATRÓN DE LAS ESCUELAS CATÓLICAS
Fraile dominico y gran teólogo conocido como el Doctor Angélico, Tomás de Aquino vivió entre 1225 y 1274. Sintetizó la filosofía aristotélica y la patrística con la confianza en que la razón puede armonizarse con la fe cristiana. Es el protector de las escuelas católicas, teólogos y libreros.
S. TOMÁS DE AQUINO
«¡Ustedes lo llaman el buey mudo! Yo les digo que este buey mugirá tan fuerte que su mugido resonará en todo el mundo». San Alberto Magno, su maestro, no se equivocó. Con estas palabras, lo defendió de sus compañeros de estudios, quienes le habían dado ese apodo por su carácter taciturno y aparentemente poco brillante.
Encarcelado por su familia por haberse hecho un religioso predicador
Tomás nació en el castillo de Roccasecca, en el Bajo Lazio, de los Condes de Aquino, emparentados con el Emperador Federico II. Su padre Landolfo esperaba que fuera abad del Monasterio de Montecassino, pensando que de ese modo se habría conjuntado el carácter tímido y amable de su hijo con sus ambiciosos planes políticos. El punto era que Tomás, rechazando cualquier ambición, ya había elegido una Orden mendicante para convertirse en un fraile dominico en Nápoles. Una elección muy frustrante para su ambiciosa familia. Sintiendo traicionadas las expectativas familiares, su madre y dos de sus hermanos lo secuestraron y lo mantuvieron prisionero en su castillo por un año. Su humor, poco sociable pero a la vez muy pacífico, se alteró solo cuando le hicieron entrar a una prostituta en su recámara para hacerlo desistir de su vocación. A ese punto, Tomás reaccionó aferrando con fuerza un leño ardiente y la hizo escapar. Con la ayuda de sus hermanas, se cuenta que luego Tomás logró escapar haciéndose bajar de las murallas del castillo de Roccasecca en una grande cesta.
Un intelectual enamorado de Dios
Finalmente libre del acoso familiar, fue enviado a Colonia y allí, con San Alberto Magno como su maestro, profundizó el aristotelismo. Se trasladó luego a París donde, no sin dificultades con el clero secular, enseñó en la Universidad. De regreso a Italia intensificó el estudio de Aristóteles gracias a las traducciones de un cofrade, y compuso el conocido himno vinculado a la fiesta del Corpus Christi, el «Pange lingua». Comenzó a escribir su «obra maestra», la Summa Theologiae. De este genial compendio teológico son particularmente conocidas las Cinco vías para probar racionalmente la existencia de Dios. (cf. ST. I Pars, q. II). El centro de su trabajo fue la confianza en la razón y los sentidos: la filosofía es un válido auxilio de la teología pero la fe no anula la razón. (cf Rm 1,19). Amaba el estudio y no es difícil imaginar por qué su inmensa producción filosófico-teológica haya causado un gran impacto entre los teólogos contemporáneos. Un día, el 6 de diciembre de 1273, Tomás le dijo a su cofrade Reginaldo que ya no escribiría más: «No puedo, porque todo lo que he escrito es como paja para mí en comparación con lo que se me ha revelado». Según algunos biógrafos, una experiencia mística con Jesús precedió a esta decisión. Parece ser que cayó enfermo en 1274, en el viaje a Lyon, donde el Papa Gregorio X lo había convocado para el Concilio, y murió en la abadía de Fossanova. Tenía sólo 49 años.
Santo Tomás leído por Chesterton: la reconciliación fe-razón
El famoso escritor inglés G. K. Chesterton, con su fina agudeza, en 1933 le dedicó un conocido ensayo titulado «Santo Tomás de Aquino». En tal texto Chesterton escribió: «Tomás fue un gran hombre que concilió la religión con la razón, que la expandió hacia la ciencia experimental, que insistió en que los sentidos son las ventanas del alma y en que la razón posee un derecho divino a alimentarse de hechos, y que es competencia de la fe digerir». Para Chesterton, tanto Santo Tomás como San Francisco fueron los iniciadores de una gran renovación del cristianismo desde dentro y cuyo centro fue la Encarnación: «… estos hombres se hacían más ortodoxos al hacerse más racionales y naturales: sólo siendo así de ortodoxos pudieron ser así de racionales y naturales. En otras palabras, lo que realmente se puede llamar teología liberal se desplegó desde dentro, desde los misterios originales del catolicismo».
Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia (c. a. 1225-1274)
La biografía de este napolitano no está desfigurada por la leyenda; ha llegado hasta hoy conservando su pleno valor histórico. Nace y vive en plena Edad Media, esa etapa llena de intrigas, luchas, apetencias políticas y afán de mando. Él es un intelectual que escala la más alta cumbre del pensamiento católico en su tiempo y del que no puede prescindir el estudioso actual.
Se presenta como un hombrón en lo físico; grande, alto, grueso, bien proporcionado, de distinguido porte y con sensibilidad exquisita. Su ascendencia es lombarda por los Aquino y normanda por los condes de Teate. Es el último varón de la familia numerosa que formaban, junto con los padres, doce hermanos.
En la universidad de Nápoles, a los diecinueve años, conoce la orden de Santo Domingo y descubre su vocación. Pero tuvo que pelear para ganarse el hábito blanco de monje mendicante: no le quedó otro remedio que esquivar los halagos de su madre, la condesa Teodora, pasar por encima de las presiones que le hacían sus encantadoras hermanas, y escapar de los brutales atropellos de sus guerreros y peleones hermanos que le secuestraron en Acquapendente –cuando se dirigía a Bolonia con el superior general–, le arrancaron el hábito de fraile, y le metieron en el castillo de San Juan una mujer en la cama a la que tuvo que ahuyentar con brasas encendidas para que no se le ocurriera volver. Se mostrará firme en el rechazo de la abadía mitrada de Montecasino que le ofertaban como cosa hecha y con el respaldo papal.
De acuerdo con la orientación intelectual de su orden dominicana puso en juego su excepcional potencia intelectual prestando uno de los mayores servicios que se hayan podido dar a la Iglesia. Estaba preparado para mantener una laboriosidad infatigable y tuvo una cabeza amueblada como pocas en sus conocimientos de artes, filosofía, letras y teología que supo plasmar en su máxima «contemplar y transmitir el fruto de la contemplación».
Roma y Bolonia, Nápoles y Roccasecca, París con su Estudio General de Santiago y Colonia –donde fue discípulo de Alberto Magno y aprendió de su amplísimo magisterio– le tuvieron aprendiendo, enseñando, orando, rumiando a Aristóteles, tratando los textos de los Padres, madurando la Sagrada Escritura y manejando las Sentencias del teólogo Pedro Lombardo. Es el arquetipo del saber cristiano, de la fe que se apoya en la indagación racional más exigente.
Se ordenó sacerdote en el año 1251. Su condición de sabio no le impidió ser un fraile que sobresalía en sencillez y humildad, que sabía mantener el difícil equilibrio entre la exquisita sensibilidad –agudeza fina en los asuntos teóricos– y los problemas humanos. Hizo compatible la altísima especulación con la piedad de niño que se pegaba a la puerta del sagrario pidiendo gracia y ciencia para cumplir el oficio de maestro dado por el papa Alejandro IV, cuando solo tenía treinta y un años.
Contribuyó a la redacción de una nueva «Ratio Studiorum» para su orden en el Capítulo general de Valenciennes con Alberto Magno, Pedro de Tarantasia, Bonhome de Bretaña y Florencio de Hesdin.
Pasó nueve años en Roma como teólogo del Estudio General de la Corte Pontificia; allí contribuyó a resolver consultas papales y de la jerarquía sobre asuntos de gobierno y disciplina.
Se retiró a Anagni y Orvieto para terminar la «Summa contra Gentiles» y comenzar la «Catena Aurea» que terminará en Santa Sabina de Roma, donde comenzará la «Summa Theologica», continuada en Viterbo y terminada en París, la obra cumbre de su genio y de importancia trascendental para la ciencia sagrada. En su producción intelectual se pueden distinguir sus «Comentarios» a la Sagrada Escritura y al Maestro de las Sentencias, «Sobre la Trinidad» y «Sobre la verdad», monumentales libros, duros de lectura y apretados a la hora de entenderlos.
Para este raro ejemplar de hombre que sabía unir el saber con la santidad no todo fue un paseo triunfal; supo de intrigas, de coacciones morales y físicas que salían de la envidia y de la resistencia a su magisterio, como fue el caso del fustigante Guillermo del Santo Amor; en la segunda estancia en París tendrá que ser polemista agudo contra Siger de Brabante y Boecio de Dacia, contribuyendo a la depuración de la doctrina aristotélica de los errores averroístas.
Menos conocida, pero no menos interesante, es su faceta de predicador papal y popular en las basílicas romanas, sobresaliendo el «Oficio del Corpus Christi», densa poesía, teología, devoción y encanto al Santísimo Sacramento cuya predicación arrancaba lágrimas al Consistorio y a los fieles, igual que la predicación de la Pasión y los sermones sobre la santísima Virgen gozosa por la Resurrección.
Una experiencia mística –don de Dios– tenida durante la celebración de la misa de San Nicolás, le hace calificar toda su formidable e impresionante obra como «paja» ante el recuerdo de lo contemplado; a partir de entonces, ya dejará de hablar a los hombres y solo se meterá en Dios.
Su vocación, formación, magisterio, producción científica y predicación forman una unidad con la oración y la contemplación. Cuando, al final de su vida, Dios se le mostró dispuesto a satisfacerle un deseo como pago de lo mucho y bueno que de Él escribió, el santo varón no pide otra cosa que poseer al mismo objeto permanente de su estudio: a Dios. Poco más vivió. Murió en el monasterio de Fossanova, cerca de Terracina, en plena madurez de su producción científica, el día 7 de marzo de 1274. Si su fiesta se celebra el día 28 de enero, es porque en esta fecha tuvo lugar, el año 1369, el traslado de su cuerpo a Tolosa del Languedoc.
Cualquier otro sabio, uno de esos locos ansiosos del saber, quizá hubiera aprovechado la ocasión para descubrir alguna piedra filosofal o la quintaesencia de algún arcano misterio, ¿verdad?
Tomás de Aquino, ambicioso él, pidió poseer lo que estudiaba. Acertó.